«Por desgracia estamos acostumbrados á cifrar la gloria en lo que debiera ser el oprobio de la humanidad y la execración de las generaciones, cuando ensalzamos como héroes y presentamos á la pública admiración á los que se convierten en instrumentos de muerte y es- terminio; al paso que miramos con desdén y relegamos á un olvido tan funesto como insensato á los que consagrados á la vida de la inteligencia en la modesta oscuridad de su retiro ó en útiles pero nada ruidosas investigaciones, dispensan á sus semejantes beneficios inmensos aun á costa de su tranquilidad y á veces con el sacrificio de la existencia…»
Con este acertado comentario referido a la persona de Jorge Juan inicia José Marcelino Travieso un resumen de la obra de este sabio que, como tal, dedicó su vida al estudio y al trabajo, ignorando el enriquecimiento y las merecidas alabanzas. Posiblemente por esto y por la dispersión de los fondos documentales de su ingente obra, aún hoy su biografía sigue careciendo de un estudio exhaustivo y riguroso que nos desvelaría muchas claves del movimiento ilustrado y de la ciencia en la España del siglo XVIII.
Nació en Novelda el 5 de enero del año 1713 en la finca «El Fondonet», propiedad de su abuelo don Cipriano Juan Vergara, y fue bautizado en la iglesia de Monforte del Cid, que por entonces pertenecía a la Gobernación de Alicante. Descendía de dos ilustres familias, la de su padre don Bernardo Juan y Canicia era de Alicante y, según nos cuenta su secretario don Miguel Sanz, provenía de la rama de los Condes de Peñalba. Su madre, doña Violante Santacilia y Soler de Cornellá, pertenecía a una notoria y hacendada familia de Elche. Ambos eran viudos y casados en segundas nupcias. Habitaban en su casa de Alicante de la Plaza del Mar, pasando sólo temporadas de descanso en Novelda.
Tenía tres años de edad cuando quedó huérfano de padre, estudiando las primeras letras en el colegio de la Compañía de Jesús, de Alicante, bajo la tutoría de su tío don Antonio Juan, canónigo de la colegiata. Poco después, su otro tío paterno don Cipriano Juan, Caballero de la Orden de Malta, que por entonces era Bailío de Caspe, se encargó de su educación enviándole a Zaragoza para que cursara allí los estudios de Gramática, que en aquel tiempo constituían una enseñanza preparatoria para otros estudios superiores. A los doce años, y tras un minucioso examen concerniente a la limpieza de sangre de sus antecesores, fue aceptado y enviado a la isla de Malta para recibir el hábito de la conocida Orden, en la religión de San Juan de Jerusalén, pasando al cabo de un año a ser paje del Gran Maestre don Antonio Manuel de Villena, que le concedió el título de Comendador de Aliaga en Aragón -su primer título a los catorce años-, teniendo para ello que haber corrido cambarías, o sea andar contra los cárabos o galeotes moros, cosa que debió influir en su vocación de marino. La condición de Caballero de la Orden de Malta implicaba el celibato durante toda la vida.
En 1729, con dieciséis años de edad, regresó a España para solicitar su ingreso en la Real Compañía de Guardias Marinas, escuela naval militar fundada por Patiño en 1717 en Cádiz. Tras seis meses de espera asistiendo como oyente, ingresó en 1730 en la Academia, donde se impartían modernos estudios técnicos y científicos con asignaturas como Geometría, Trigonometría, Observaciones astronómicas, navegación, cálculos de estima, hidrografía, cartografía, etc., completando una formación humanística con otras clases de dibujo, música y danza. Pronto adquirió fama de alumno aventajado, siendo conocido por sus compañeros con el sobrenombre de Euclides. Las avanzadas teorías de Newton eran conocidas y divulgadas en esta reserva científica, de la que habrían de salir técnicos muy cualificados para la Armada. Cádiz era una puerta abierta a la Europa ilustrada, a las corrientes enciclopedistas y al comercio con América, en una España dieciochesca que se resistía al avance de las nuevas ideas. El mismo Voltalre tenía una casa comercial de vinos en Cádiz. Todo esto debió de influir en la formación del joven Jorge Juan que en 1734, con 21 años de edad, finaliza sus estudios de Guardia Marina, tras haber navegado durante tres años por el Mediterráneo, participando en numerosas expediciones, bien para castigar a los piratas, o en la campaña de Orán, o en la escuadra que acompañó a Nápoles para sentar en el trono al entonces infante don Carlos, que más tarde sería Carlos III de España. Entre otros maestros en el arte de navegar tuvo como general al Marqués de Mari, su capitán en la Academia de Cádiz, y como comandantes al Conde de Clavijo, al célebre don Blas de Le- zo y a don Juan José Navarro, después Marqués de la Victoria.
Justo en aquel año de 1734, Felipe V recibió la solicitud de su primo el rey Luis XV de Francia, para que una expedición de la Academie Royale des Sciences de París formada por Louis Godin, Pierre Bouger y Charles M. de la Condamine, viajase a Quito, en el Virreinato del Perú, a medir un arco de meridiano y obtener el valor de un grado terrestre que pudiese ser comparado con otras mediciones practicadas por Maupertius en Laponia. Lógicamente un arco correspondiente a un radio menor sería más pequeño que el de otro radio mayor, siendo sus ángulos iguales. De estas mediciones se obtendrían distintos valores para los diferentes arcos medidos, que determinarían con exactitud la forma de la Tierra. Este problema que venía planteándose desde los griegos, se convirtió en el siglo XVIII en una agria polémica que duraba casi un siglo, alcanzando el punto de determinar si tenía forma de melón, como decían académicos como Cassini, partidarios además de la mecánica cartesiana, o de sandía, como defendía Maupertius y otros sabios como Newton, Halley y Huygens, apoyándose en la teoría de la gravitación universal (los cuerpos pesaban menos en el Ecuador), o en las experiencias del péndulo (no oscilaba con la misma frecuencia en diferentes lugares). Contra estos últimos estaba casi todo el mundo, incluida la España ilustrada de Feijóo, y sería la famosa expedición la que zanjaría la polémica a favor de ellos.
Felipe V, admirador de los sabios franceses, quiso participar en la empresa y en una Real Orden del 20 de agosto de 1734 ordenaba elegir a …dos de sus más hábiles oficiales, que acompañasen y ayudasen a los académicos Franceses en todas las operaciones de la Medida, no sólo para que así pudiese hacerse con mayor facilidad y brevedad, sino también para que pudiesen suplir la falta de cualquier Académico, o de todos, temible en tantas navegaciones, y diferencias de climas, y para continuar, y aún hacer enteramente ellos solos en caso necesario la Medida proyectada, para dar después quenta de ella a la Academia Real, participando además en la mitad de los gastos de la expedición. También ordenó que eligiesen dos personas en quienes concurrieran no sólo las condiciones de buena educación, indispensables para conservar amistosa y recíproca correspondencia con los académicos franceses, sino la instrucción necesaria para poder ejecutar todas las observaciones y experiencias conducentes al objeto, de modo que el resultado fuese fruto de sus propios trabajos, con entera indepen-dencia de lo que hicieran los extranjeros.
Sorprendentemente eligieron, no a dos oficiales, sino a dos jóvenes guardias marinas, don Jorge Juan y Santacilia y don Antonio de Ulloa y de la Torre-Guiral, que si bien habían finalizado sus estudios brillantemente, no tenían más que veintiuno y diecinueve años y carecían de graduación militar, por lo que se les ascendió al empleo de tenientes de navio, sin pasar por los tres de alférez de fragata, alférez de navio y teniente de fragata. Desde el primer momento surgió una amistad y comprensión que se prolongó toda la vida, repartiéndose el trabajo según las instrucciones recibidas; Jorge Juan sería el matemático, Antonio de Ulloa el naturalista. Las tareas encomendadas eran muy diversas: llevar diario completo del viaje y de todas las medidas físicas y astronómicas, cálculos de longitud y latitud, levantar planos y cartas, descripción de puertos y fortificaciones, análisis de costumbres, estudios de botánica y mineralogía, y elaboración de un informe secreto sobre la situación política y social de los virreinatos, además de un control policíaco sobre los académicos franceses, dado que su paso por las colonias suponía obtener datos que caerían en manos de los ministros de Luis XV. Con todas estas instrucciones partieron de Cádiz el 26 de mayo de 1735 en compañía del Marqués de Villagarcía, que acababa de ser nombrado virrey del Perú, a bordo del navio El Conquistador Jorge Juan, y en la fragata Incendio Antonio de Ulloa. Llegaron el 7 de julio a Cartagena de Indias, pero hasta el 15 de noviembre no lo hicieron los académicos franceses, y juntos empren-dieron la ruta por Guayaquil para llegar a Quito.
La medición del grado de meridiano se prolongó desde 1736 a 1744 debido a las grandes dificultades que tuvieron que superar. Allí se les conocía como los caballeros del punto fijo. El sistema seguido consistía en una serie de triangulaciones que requerían poner señales en puntos o bases elegidas, tanto en el llano como en las cumbres de 5.000 metros de altura. Las ciudades de Quito y Cuenca, situada tres grados más al sur de la primera, limitaron los extremos de la medición geométrica o triangulación; entre ambas, una doble cadena de montañas paralelas facilitaba la elección de vértices a una y otra parte del gran valle que las une. Decidieron separarse en dos grupos, Godín con Juan, La Condamine y Bou- guer con Ulloa; ambos grupos efectuarían las medidas en sentido contrario, con el fin de comprobar su exactitud. La medida empleada era la toesa equivalente a 1’98 metros. Después de varias comprobaciones, había que completar estas observaciones físicas con las astronómicas; además, el instrumental adolecía de graves defectos, por lo que hubo que repetir numerosas veces los cálculos, llegando a tener que construir Godín, Juan y el relojero Hugot, un instrumento de 20 pies de largo para facilitar las mediciones. Más tarde, en 1748. Ulloa describe en su «Relación Histórica del Viaje a la América meridional…» muchas de las dificultades y sufrimientos que tuvieron que soportar: «Nuestra común residencia era dentro de la choza, así porque el exceso del frío y la violencia de los vientos, no permitían otra cosa, cuando porque de continuo estábamos envueltos en una nube tan espesa que no dejaba libertad a la vista… cuando se elevaban las nubes, todo era respirar su mayor densidad, experimentar una continua lluvia de gruesos copos de nieve o granizo, sufrir la violencia de los vientos y con ésta, vivir en continuo sobresalto, o de que arrancaran nuestra habitación y dieran con ella y con nosotros en el tan inmediato precipicio, o de que la carga de hielo y nieve, que se amontonaba en corto rato sobre ella, la venciese y nos dejase sepultados… y se aterrorizaba el ánimo con el estrépito causado por los peñascos, que se desquiciaban, y hacían con su precipitación, y caída no sólo estremecer todo aquél picacho, si también llevar consigo cuantos tocaba en el discurso de la carrera…»
Además de participar con los franceses en las mediciones, tres veces tuvieron que interrumpir su trabajo y andar el largo y peligroso camino desde Quito a Guayaquil por orden del Virrey de Lima, para solucionar cuestiones relacionadas con la defensa marítima del Virreinato en sus costas y plazas, fortificándolas contra los ataques del almirante inglés Anson, y participando en la construcción y mando de las fragatas Belén y Rosa del Comercio. Su larga estancia estuvo también alterada con otros incidentes, como los habidos con el Presidente Araujo y Río en el retraso de sus pagas y entrega de los instrumentos, asunto que desencadenó una larga polémica que el Virrey Villagarcía procuró suavizar. Pero la empresa mereció tales sacrificios. A partir de entonces, con el conocimiento exacto de la forma y magnitud de la Tierra, se podía carto- grafiar situando correctamente longitud y latitud, y de hecho Jorge Juan y Antonio de Ulloa realizaron cuarenta de las cien cartas modernas del mundo. Juan estableció como valor del grado de Meridiano contiguo al Ecuador, 56.767.788 toesas, en un cálculo que fue el más aproximado de todos. La unidad de medida pasó a ser el metro, y con ello un sistema métrico decimal adoptado universalmente.
Finalmente, después de nueve durísimos años, decidieron regresar en navios distintos, con el fin de asegurar que uno de los duplicados de las notas y cálculos llegara a su destino. Embarcaron en el puerto de El Callao sobre las fragatas francesas Liz y De- liverance, el 22 de octubre de 1744. Jorge Juan llegó a Brest con la Liz eI 31 de octubre de 1745. Desde allí se dirigió a París para cambiar impresiones sobre su obra y contrastar algunas particularidades observadas por él y Godín en sus observaciones astronómicas, conociendo a los célebres astrónomos Marian, Clairaut y La Caille, autores de las fórmulas que tantas veces habían empleado. Conoció a Reaumur, inventor del termómetro, y a otros célebres académicos que, en compañía de La Condamine y Bourguer, reintegrados a sus actividades, le votaron como miembro correspondiente de la Royale Academie des Sciences.
Antonio de Ulloa tuvo más dificultades. Apresada su fragata por los ingleses que declararon la guerra a Francia durante la travesía, tuvo que arrojar al agua la documentación comprometida, no así lo referente a la medida del grado, observaciones físicas y astronómicas, y noticias históricas, que entregó no sin advertir del interés que todas las naciones de Europa habían mostrado en esta empresa. Le llevaron preso cerca de Portsmouth, pero interesándose por sus papeles los comisarios y comunicándolo al Almirantazgo, el Duque de Bedford le concedió la libertad expresando que la guerra no debía ofender a las ciencias ni a las artes ni a sus profesores. Pasó a Londres, donde el Ministro de Estado Conde de Harrington, que fue embajador en España y guardaba un grato recuerdo de su estancia, le presentó a Martin Folkes, presidente de la Royal Society, quien se había hecho cargo de los papeles desde el Almirantazgo, y habiéndolos estudiado y viendo su valor científico los conservó y se los devolvió, no sin antes haberle propuesto junto al Conde de Stanhope, ser Miembro de la Royal Society. Además de las mediciones, Antonio de Ulloa en sus estudios sobre la minería fue el primero en hablar de la platina o platino, como mineral diferente de la plata y el oro.
Al llegar a Madrid había muerto Felipe V, y fueron recibidos con indiferencia en el despacho de Marina y en la Secretaría de Estado. Jorge Juan estuvo tentado de pedir destino en su Orden de Malta, pero el general de la Armada, Pizarra, viejo amigo de Chile, les presentó al Marqués de la Ensenada, quien vio en ellos a las personas ideales para desarrollar su política naval y de armamentos, apreciando su valía. A partir de entonces se inicia una etapa de trabajo fecunda y una relación de amistad con el Marqués, que duraría toda la vida y permanecería inalterable aún después de su caída.
Fernando VI aceptó de buen grado la elección y les nombró capitanes de fragata, interesándose por el informe Memorias secretas, o parte reservada de la misión que les llevó al Ecuador, por tratarse del estado político de aquellas provincias, redactadas con una madurez y espíritu liberal sorprendente por su juventud: …siendo para instrucción secreta de los ministros, de aquellos que deben saberlos, y no para divertimento de los ociosos, ni objetos de detracción para los malévolos, Por otra parte Ensenada decidió publicar las Observaciones y los cuatro volúmenes de la Relación Histórica, comprendiendo que el trabajo no estaría terminado hasta su pública presentación, que fue en 1748, en una tirada de 900 ejemplares, (la edición francesa de La Condamine no aparecerá hasta 1751). Las Observaciones de Jorge Juan suscitaron ciertos reparos, al aceptar éste por evidente el sistema de Copérnico, que todavía en Roma provocaba un cierto rechazo. Pero el jesuíta padre Burriel defendió sus escritos, y para evitar la censura se acordó figurase en la segunda edición de 1773, un preámbulo de Jorge Juan titulado Estado de la Astronomía en Europa.
En marzo de 1749 Jorge Juan fue enviado a Londres con el nombre de Mr. Josues con varias misiones secretas, por encargo del Marqués de la Ensenada, que para sus planes de reforma de la Armada necesitaba información acerca de todo lo relacionado con la construcción naval, y traer a España expertos constructores de barcos, velas, cordajes, etc. Mientras tanto, recogió información acerca de la fabricación de los finos paños ingleses, el lacre, matrices de imprenta, máquinas para limpiar puertos, armamentos, compra de instrumentos de cirugía para el Colegio de Cádiz, blanqueo de la cera, bomba de fuego (vapor) para sacar agua, y todo lo que en los planes de Ensenada suponía reorganizar la economía y poner a España al nivel de los mejores países de Europa. Las cartas de Juan con Ensenada se escribían en clave numérica. La actividad secreta del espionaje industrial no impidió que Jorge Juan fuese admitido, recién llegado el 6 de abril, como miembro de la RoyaI Society de Londres, al igual que lo fue Ulloa. Al cabo de 18 meses tuvo que escapar ganando la costa francesa disfrazado de marinero, no sin antes haber conseguido llevarse a España 50 técnicos navales. Esta actividad nos muestra una faceta algo ajena a su personalidad de sabio erudito, no obstante, prueba su increíble capacidad de adaptación al trabajo e interés por ser útil y servir al Rey y a España, como reconocerán todos los que escribieron sobre él. En su vida fue una constante olvidar la gloria personal y ofrecer sus conocimientos para trabajar en proyectos de interés común.
También 1749 es la fecha en la que se publica Disertación Histórica y Geográfica sobre el Meridiano de Demarcación entre los dominios de España y Portugal, de Ulloa y Juan, donde como con-secuencia de los conocimientos adquiridos en su viaje a América y la circunstancia de ser conocidas las dimensiones de la tierra, se pudo zanjar científicamente la cuestión de determinar el meridiano que Alejandro VI señaló como demarcación para los descubrimientos de ambas naciones, y que todavía se negociaba desde el Tratado de Tordesillas.
El Rey le asciende a capitán de navio y a partir de 1750 su carrera es imparable; Ensenada ha descubierto cuán útil es para sus fines. En el siglo XVIII el transporte marítimo y la defensa naval son decisivos; el país que disponga de mejores navios será el que domine. Conscientes del retraso de España, centrarán sus esfuerzos en este sector puntero. Pero Juan, desilusionado por el sistema de construcción naval inglés, a su regreso de Londres ideó un nuevo plan español que, aprobado por el Rey en 1752, se implantó de modo general en todos los departamentos, imponiéndose en los astilleros de Cartagena, Cádiz, El Ferrol, y La Habana, organizando arsenales, construyendo diques en El Ferrol y Cartagena, contratando constructores como Bryant y Tournel. Allí se trabajaba con un moderno criterio industrial de división del trabajo; miles de obreros se repartían en los diques, astilleros, hornos, fábricas de jarcia y lonas, etc. Con estas normas se construyeron navios como el Aquilón y el Oriente.
En 1752 el Rey le nombra director de la Academia de Guardias Marinas, cargo de mucha responsabilidad, donde Jorge Juan implantará las enseñanzas más avanzadas de la época, buscando a profesores competentes y relegando a quienes no consideraba capacitados. Fundará el Observatorio Astronómico de Cádiz, do-tándolo con los mejores aparatos de la época y manteniendo co-rrespondencia de sus observaciones con las Academias de París, Berlín y Londres. En Cádiz tendrá ocasión y tiempo para los nuevos estudios, experimentando con cálculos matemáticos la manera de construir navios ligeros y veloces, sin menoscabo de su seguridad y resistencia. Las directrices que impondrá serán que el navio se ha de construir con la menor cantidad de madera y herraje posible, pero ha de tener toda la madera y herrajes necesarios para mantenerse firme. Así mismo estudia la fuerza del mar y del viento, construyendo modelos de naves que remolcaba para comparar sus distintas resistencias, y comprobando con cometas la acción del viento sobre las velas. Todos estos estudios trascendieron, hasta el punto que en 1753 el almirante Howe vino a comprobarlo personalmente, quedando sorprendido de la velocidad, maniobrabili- dad, y buen gobierno de los navios.
Su actividad en este período no cesaba, y también es faceta poco conocida. Hizo más de treinta viajes por la geografía española, recabando su criterio sobre los temas más diversos. Además de supervisar la construcción de los diques y organizar los arsenales, se ocupaba de la tala de árboles para la construcción de las naves, solucionaba los problemas en las minas de Almadén y Linares, en los canales de riego de Murcia y Aragón, en la fábrica de cañones de Santander; sentó las bases para una moderna cartografía de España, y pedían su intercesión hasta para abrir una cátedra de Matemáticas en Alicante. En junio de 1754 el Rey le nombra Ministro de la Junta General de Comercio y Moneda, con el encargo de examinar y arreglar varios pesos y ligas de las Monedas. Pero en ese mismo verano, derrotado por la intriga, cae el Marqués de La Ensenada que había sido su protector. De la hombría de bien de Jorge Juan consta el hecho de que, habiendo sido desterrado a Granada el Marqués desposeído de todos sus cargos, y estando vigilado y con prohibición de recibir visitas, Jorge Juan emprendió el viaje desde Cartagena, se sentó a su mesa y le ofreció su corta hacienda. Lo mismo hizo Antonio Ulloa sin previo acuerdo. Su fama trascendía las fronteras y en toda Europa se le conocía como el Sabio Español, un ejemplo fue la dedicatoria que en 1756 el Conde de Stanhope imprime en una edición latina de los Elementos de Euclides.
Durante este tiempo Jorge Juan funda en Cádiz la Asamblea Amistosa Literaria, que reunía los jueves en su casa, donde se discutían temas de interés que aportaban eruditos como Luis Godín, Josá Aranda, Gerardo Henay, Diego Porcel, José Infante, Francisco Canibell, José Nájera, Francisco Iglesias, Pedro Virgili, y José Carbonell, en lo que pretendía ser el embrión de una futura Academia de Ciencias y donde él mismo daba cuenta de sus observaciones. Allí, disertando sobre astronomía, artillería, navegación y construcción, surgió la idea de escribir su gran obra Examen Marítimo, en la que trabajaría durante mucho tiempo y se publicaría en Madrid catorce años más tarde, en 1771. Esta obra en dos volúmenes -el primero dedicado a la mecánica del buque, y el segundo a su construcción y maniobra-, sería la piedra angular de la teoría de la construcción naval, la primera escrita con cálculos matemáticos.
Analiza la dinámica del buque, su estabilidad, su relación con el empuje de las olas, esfuerzos a que está sometida la arboladura, etc., y todo basado en la experiencia, pues según él reconoce: «En el Marinero, todo ocupado al riesgo, al trabajo y á la fatiga, no cabe quietud para estudio tan dilatado y prolixo; y el es-tudioso, que requiere tranquilidad para la contemplación, no se acomoda al afán y fatiga extrema del otro, únicas maestras que enseñan con facilidad las resultas que por solo theórica fuera casi imposible descubrir» . Tan pronto como apareció, fue conocida y traducida en toda Europa. Pero desgraciadamente, en España, tras la caída de Ensenada y por cuestiones políticas, poco a poco fue sustituido el modelo de construcción estudiado por Juan, por el modelo francés, con el natural regocijo de los ingleses que vieron con tranquilidad como los planes de recuperación naval de España quedaban estancados. En esto tuvo que ver, y es cuestión poco estudiada, Julián de Arriaga, miembro también de la Orden de Malta, que ocupó la Secretaría de Marina durante 20 años, y fue el encargado de desplazar los planes de Juan. Poco antes de morir Jorge Juan, con la autoridad e independencia de criterio que le caracterizaban, escribió una dura carta a Carlos III por su subordinación ciega al modelo francés por él rechazado desde el principio, vaticinando graves pérdidas, como ocurriría en Trafalgar 32 años después, cuando los ligeros navios ingleses, seguramente inspirados en los estudios de Juan, dieron al traste con la pesada y vetusta flota hispano francesa.
Publicó en 1757 su Compendio de Navegación para el uso de los Caballeros Guardia Marinas, un elegante ejemplar que imprime en la misma prensa de la Academia, a la que había dedicado sus conocimientos en cuestiones de tipos, tintas y papeles, y que produjo bellos ejemplares, todos obras de texto. En 1760 es nombrado Jefe de Escuadra. Todo ello hará que su salud se quebrante, teniendo que buscar tiempo para reponerse de unos cólicos biliares en el balneario de Busot, su Alicante natal.
Por fin, en septiembre de 1766, cumplida su labor en Cádiz, cuando preparaba su regreso a Madrid, el Rey Carlos III le nombra Embajador Extraordinario en la Corte de Marruecos para una difícil misión política; otra vez la confianza en el sabio humanista le señalan como la persona ideal. Durante tres reinados fue Jorge Juan indispensable. Salió el 15 de febrero de 1767 en compañía de Si- di-Hamet-el-Garcel, embajador de Marruecos, con regalos para el soberano musulmán y con unas instrucciones concretas acerca de su misión. Tras más de seis meses de actividad diplomática que no sentaron bien a su salud, regresó con la misión cumplida de haber firmado un Tratado de 19 artículos, en el que las aspiraciones es-pañolas quedaban aseguradas en muchos puntos, salvo en algunos que no mermaron el éxito de la misión. De todos los detalles y curiosidades del viaje dejó constancia en un diario manuscrito.
De regreso a Madrid y con la experiencia acumulada, se dedicó al estudio de todo tipo de asuntos solicitados por las Secretarías de Estado y el Consejo de Castilla. Unánimemente considerado infalible, era requerida su opinión en la solución y el estudio de arduas cuestiones políticas. Pero en junio de 1768 tuvo otra vez que buscar alivio para los cólicos biliares en las aguas y baños de Trillo. Por fin en 1770 fue nombrado para la dirección del Real Seminario de Nobles, su último puesto de servicio. El Seminario, en franca decadencia, contaba a su entrada con tan sólo trece alumnos. Con la autoridad moral que le acompañaba y su capacidad de organización y trabajo, aunque ya la salud le fallaba seriamente, cambió los planes de estudios, completó las Ordenanzas, aumentó el número de profesores conforme las necesidades y exigía a todos un mayor cumplimiento, todo ello con prudente y sabia dirección. A su muerte contaba con ochenta y dos alumnos.
Murió Jorge Juan el 21 de junio de 1773, según dicen de un accidente alferético, a los 60 años y seis meses, y le enterraron la noche del 22 en la iglesia de San Martín. La noticia de su muerte apareció en la Gazeta de Madrid en su número del martes 6 de julio. Seis años más tarde, Benito Bails, ilustre discípulo suyo le describe así:
Don Jorge Juan, era de estatura y corpulencia medianas, de semblante agradable y apacible, aseado sin afectación de su persona y casa, parco en el comer, y por decirlo en menos palabras, sus costumbres fueron las de un filósofo cristiano. Cuando se le hacía una pregunta facultativa, parecía en su ademán que él era quien buscaba la instrucción. Si se le pedía informe sobre algún asunto, primero se enteraba, después meditaba, y últimamente respondía. De la madurez con que daba su parecer, provenía su constancia en sostenerlo.
No apreciaba a los hombres por la provincia de donde eran naturales; era el valedor, cuasi el agente de todo hombre útil.
Al morir Jorge Juan dejó tras de sí una ingente labor en múltiples campos. Fue un sabio humanista, un ilustre marino y un gran matemático. Pero debido a la continua colaboración en todo lo que sus superiores demandaban de él y de sus amplios conocimientos, sus destinos fueron muy diversos. Quizás por esto, por su modestia y por el desinterés en recibir honores, aún hoy su labor es poco conocida. Los documentos de todo lo que hizo están dispersos y faltan muchos por localizar. Todavía no se ha escrito la gran biografía que merece. La Fundación Jorge Juan se constituyó en febrero de 1996, con el único fin de recoger toda la información posible acerca de su vida y obra, para darla a conocer y no olvidar lo que aportó a la Historia.
Elia Alberola Belda